Mamen Montoro

El pasado 6 de octubre, La Vanguardia publicó un artículo en el que explicaba el nuevo protocolo que se instalaría en los colegios andaluces ante la posibilidad de que un alumno tuviese síntomas compatibles con los del coronavirus. Según el Consejero de Educación de la Junta de Andalucía, Javier Imbroda, se emplearían test rápidos a los alumnos que sintiesen dolencias, “se hará un test rápido en su centro de salud y en un cuarto de hora se va a saber si tiene contagio o no”. Pero ¿qué pasaría si el resultado de este test fuese negativo? El alumno “puede volver a su aula”, y así conseguir que “no se interrumpa la actividad ni se aísle al niño”.

La noticia no es falsa porque el protocolo se va a implantar, pero los test rápidos que se utilizarán no son efectivos, es decir, tienen un elevado margen de error. Según el Diario de Burgos, hasta tres de cada diez resultados de los test pueden ser erróneos, por lo que el lector puede creer que la medida garantizará la salud del alumnado y el espacio libre de la COVID-19 en el que darán clase, pero “fallan más que una escopeta de feria”, según explicaba Fernando García, secretario del sindicato médico de CESM, en dicho diario.

Normalmente, la desinformación viene acompañada de sobreinformación, es decir, el exceso de datos y aportaciones intrascendentes en los artículos hace que el contenido que verdaderamente aporta, y por el que la audiencia accede a él, se difumine. Esta técnica se emplea, precisamente, para saturar al lector de información poco sustanciosa, y evitar que su mirada se centre en lo importante, como se puede ver, actualmente, en numerosos artículos sobre la COVID-19.

 

Pero la desinformación no siempre viene de la mano de este bombardeo de datos, sino que, en ocasiones, ocurre lo contrario. Es decir, la falta de precisión a la hora de contar algo hace que el receptor entienda la verdad a medias y, por consiguiente, desinforme a su entorno más cercano si lo comenta o lo repostea en sus redes sociales.